viernes, 28 de septiembre de 2012

La vida de Râbi`a


La vida de Râbi`a puede ser expresada en una sola frase. La mística de Basora hizo sólo una cosa en su vida: amar a Dios. Como casi todos los grandes viajes, su nombre anuncia una paradoja: era la cuarta hija de un matrimonio pobre y por eso la llamaron Râbi`a, la cuarta, y por eso también se fue a la raíz para desprenderse de sí y sustituir el cuatro por el uno. Sólo una cosa hizo: amar completamente a Dios.
El corazón de Râbi`a no tenía espacio para nada más: la belleza de la creación le parecía insuficiente, la posibilidad del matrimonio incompatible con su vocación, la promesa del Paraíso un velo, el temor al Infierno otro, ella no tenía tiempo ni para rechazar a Satán ni para atender al Profeta; emprendió su peregrinación a La Meca y cuando la Kaaba salió a recibirla también se lamentó de no poder ir más allá de la Morada para alcanzar al Morador. La ilaha ilallah. No hay más realidad que Él. Radical e imposible fue su postura. Al dualismo que es la respiración también hubiera querido saltárselo. Escapar de su condición humana, de esta vida que para ella separaba, ir siempre un poco más allá y morir antes de morir. Salirse de sí para sumergirse en Dios, ese océano. Su piel desvanecida en átomos que nadan por el mar, hecha una con el Uno, vertida por fin en Él, sus lágrimas borrando los límites de su cuerpo y su corazón convertido en espejo del espejo. Los peces multiplicándose en su corazón.
Comprendida la inevitable ineficacia de las palabras, lo demás es danzar con su vida y sus anécdotas para hacer de ellas un espejo de nuestras almas.
La historia de Râbià, teñida de leyendas, está recogida en algunos textos desde el siglo X. Farîduddîn `Attâr habló extensamente de ella en Memorias de los Amigos de Dios. La santa nació en Basora, ciudad iraquí, hacia el 95/714 o 99/717. Su familia era tan pobre que en la casa donde vino al mundo no había ni una gota de mantequilla con la que untar su ombligo, ni una lámpara para alumbrarla, ni un pedazo de tela con el que envolver su cuerpo. Cuarta hija del matrimonio, recibió su nombre de esta condición. Quedó huérfana muy pequeña, fue vendida como esclava a un hombre, y cuando éste se asomó una noche a la habitación de la joven y comprobó que ella rezaba sin descanso y emitía una extraña y purísima luz, puso su destino en sus manos: puedes marcharte si quieres, le dijo; eres libre.
Entonces Râbi`a partió hacia el desierto, templo infinito de ascetas y sedientos de Dios, escenario de pruebas, máquina del tiempo, bruñidor de corazones. El proceso que Râbi`a vivió allí queda suspendido en los márgenes de su historia como una oquedad. Como los años de formación de Jesús. Como el Secreto de la Flor.
Al cabo del tiempo Râbi`a regresó a Basora, ciudad floreciente en la confluencia del Tigris y el Eúfrates, Venecia del Próximo Oriente, lugar de paso para el tráfico fluvial, las caravanas y los peregrinos, punto de partida de los viajes de Simbad. Allí, Râbi`a construyó una cabaña pequeña con la intención de dedicar su vida a la oración. La techumbre era de ramas secas y quizá un poco de estiércol. Dentro sólo (y esto lo cuenta Muhammad ibn´Amr) una estera de juncos, unos trébedes de caña persa de dos metros de alto, un cántaro para sus abluciones, un odre y una especie de manto (como el manto con el que la reina Mab recubría a las personas tristes para devolverles la esperanza), que le servía a un tiempo de lecho y de alfombra de oración.
Râbi`a pasaba las noches en vela rezando sin descanso. Envuelta en su manto, separada ya del mundo por el silencio, creía por fin quedarse a solas con su Señor. Para que pudiera romperse por fin la distancia, Râbi`a lloraba. Sus lágrimas eran la cifra de su sed. No admitía dones, asumía con alegría las enfermedades que le venían, renunció al matrimonio una y otra vez, hasta ella llegaban buscadores espirituales de tierras cercanas y lejanas persiguiendo su consejo y un destello en su faz de la luz de Dios. “Cuando amo a Dios, soy el oído por el que Él oye, el pie con el que Él anda, la lengua con la que Él habla”, dice el hadiz del Profeta.
Râbi`a persiguió la intimidad con Dios y dejó que su cuerpo asumiera su vida pública. Un pie completamente en el ahora, y el otro en la eternidad, allá lejos. Fue maestra, consejera, participó en las veladas de rememoración de los Nombres Divinos que se celebraban en Basora, y cuando no acudía a la asamblea en la que su discípulo Hasan pronunciaba habitualmente sus sermones, éste prefería callar. Era la escucha de Râbi`a lo único que le interesaba.
La anhelada muerte, para ella puente entre el amante y el Amado, puerta para la fusión, ese zambullido, le llegó hacia el año 185/801, con más de ochenta primaveras. Unos maestros que fueron tiempo después a visitar su tumba la oyeron exclamar que era hermoso lo que había sucedido; que había hecho lo que debía y encontrado el camino recto; que sólo sabio era Dios.
Siglos después, cuando el canciller de Luis IX, Joinville, regresó de la séptima cruzada (siglo XIII) trajo a Europa noticias de un dominico que hablaba el sarraceno y que se había encontrado a una anciana con un cuenco lleno de fuego en la mano derecha y un frasco con agua en la izquierda. Quería, contó el fraile, quemar el Paraíso y extinguir el fuego del Infierno, para que los humanos sólo pudieran amar a Dios por Dios. O lo que es lo mismo: fusionar los dualismos, disolver el ritmo de la respiración, romper las leyes que rigen la vida de las criaturas, convertirnos a todos en Dios: el Uno.
 – 5 JULIO, 201
http://oceanoceleste.com/espiritualidad/rabia-al-adawiyya-sufismo/ 


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