Dame tu luz ¡Dios mío! para verte
en toda parte, tiempo, criatura;
en el águila, reina de la altura,
en el cadáver, putrefacto inerte;
en las olas del mar como en la fuente,
en las arenas secas del desierto;
en la mano asesina y en el muerto,
en la salud del sano, en el paciente;
en el oro, las hierbas y las rosas,
en el lecho nupcial como en la cuna;
en estrellas y rayos de la luna,
en el sol y las noches tenebrosas.
Y para oírte, ábreme el oído.
Entonces sí, te escucho noche y día:
cuando el león ruge y el polluelo pía;
en la risa del hombre, en su gemido;
en el roncar del búho cuando ayea,
en el hermoso canto del canario;
en la blasfemia vil del presidiario,
como cuando la musa cuchichea;
en la oración de pobres y de hambrientos;
en el croar molesto de la rana;
en el manso vaivén de la mañana,
y en el fuerte silbido de los vientos.
Para vivir de tu exhalar divino,
dilata mis narices y pulmones,
y podré percibir, tus vibraciones
desde el alba tu aliento matutino;
en las brumas del mar como en el yermo,
y en todo secretar de la Natura;
en el sudor de la camisa impura
del labrador, del sano y del enfermo;
en invierno, en otoño y primavera;
en todo mineral y toda planta;
en el aliento de la virgen santa,
como en el suspirar de la ramera.
Para palpar ¡Dios mío! tu presencia
sensible haz mi sentir, haz que te sienta
en el calor, el frío y la tormenta,
en cada realidad y su apariencia;
en la nieve, en las lluvias y el rocío;
en la hoja, en la espina y en la rosa;
en el corte de herida dolorosa,
y en todo corazón ajeno y mío.
En todo palpitar de mi organismo,
en todo movimiento de mi vida;
en la materia muerta, en la nacida,
en mi exterior, y dentro de mí mismo.
¡Señor! si en mis entrañas encendiste
este fuego del hambre que devora,
por saborearte el paladar te añora,
en todos los sabores que me diste.
Ven a mi boca, cual maná del cielo,
y puedo saborearte, en mi contento,
en todas mis bebidas y alimento,
en el agua, la nieve y en el hielo;
en el pan; de la miel en la dulzura;
así al libar los vinos generosos,
como al besar los labios amorosos
de la mujer que me ofreció ternura.
Que mi lengua ¡Señor! sea testigo,
fiscal y juez: condene mi mentira;
que me defienda de la ciega ira,
cuando sin aprensión la verdad digo.
Haz de mi corazón ¡Señor! un prado,
en donde se deleiten corazones;
que su agua sea la fe, sus plantaciones
de esperanza y amor, fruto ambareado;
su cielo lealtad; su sol que tenga
los rayos de humildad, bondad, derecho...
Si en mi existencia no hay ningún provecho,
¡Dios mío, ordena que la muerte venga!
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